Contraseña “Dreamland”
- Joy Ghelfi
- 15 jul 2020
- 8 Min. de lectura
Actualizado: 12 ago 2020
Netflix y una historia seriada en la edad dorada del cine de posguerra que nos invita a soñar en grande: Hollywood.

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Tarantino orquestó un gran “What if…?” en Once Upon a Time in Hollywood. Ryan Murphy e Ian Brennan hicieron lo suyo con Hollywood. Las mentes detrás de Glee nos entregan en esta plataforma de streaming otro relato coral sobre marginados que luchan contra el pensamiento hegemónico de la sociedad norteamericana, esta vez situándonos a mediados de siglo pasado, cuando la homofobia y el racismo estaban a la orden del día. Con ciertos anacronismos y utopías, nos invitan a conectar debates contemporáneos inmersos en realidades de ensueño, mientras vemos cómo las historias de sus protagonistas (los de ficción y los inspirados en la historia real de la edad dorada del cine) se entrelazan a lo largo de siete episodios.
Primero, algo de contexto
La serie se sitúa en la posguerra (1947, precisamente), en una Norteamérica victoriosa y empoderada, como no podía ser de otro modo. Estamos promediando la edad dorada del cine norteamericano, de los grandes estudios de Hollywood, máquinas de hacer churros en esa Tierra Prometida donde miles de soñadores desembarcaban para alcanzar la gloria reservada a unos pocos. Son las MGM, Paramount, Twentieth-Century Fox, entre otras, las maquinarias que estandarizaron la narrativa clásica cinematográfica. El savoir affaire de un relato audiovisual de causa y efecto, que traía consigo una sintaxis o montaje de continuidad, con personajes cuyas motivaciones estaban bien claras sobre la mesa y al espectador se le entregaba un mensaje cerrado, sin cabida a interpretaciones ambiguas. Estos estudios no solo escribieron las reglas estéticas y narrativas, sino también construyeron la personalidad detrás del personaje: el star system aseguraba un continuum de nuevos rostros que encarnaran el imaginario colectivo de la época. Los soñadores en Hollywood no querían ser simplemente actores y actrices. Su anhelo era convertirse en “estrellas”, seres etéreos e inalcanzables, envueltos en un halo de divinidad y adorados incondicionalmente por el público. De puertas para adentro, una “estrella” era un producto más del aparato marketinero de cada estudio, una dialéctica entre personalidad del actor y personaje, con una imagen y vida social impuestas por el productor de turno, todo a beneficio de una idealización que aumentara su rentabilidad. Así fue el caso de Greta Lovisa Gustafsson, AKA Greta Garbo… y ni qué decir de la hermosísima Norma Jean Mortenson, quien es nada más ni nada menos que Marilyn Monroe, siempre eterna e inmortalizada como la diva rompecorazones que solo tiene que respirar para quitarnos el aliento. Y léase que uso el tiempo presente porque es para mí, hasta el día de hoy, uno de los máximos emblemas de sensualidad de la pantalla grande y la mística hollywoodense.
Por último no quería pasar por alto que tanto la narrativa clásica audiovisual como el aparato del star system estuvieron sometidos durante toda su época gloriosa al escrutinio puritano del Código Hays, una serie de reglas restrictivas que describía lo que era considerado “moralmente aceptable” en las producciones cinematográficas estadounidenses. Constituyó una metodología de censura previa en cuestiones de sexualidad, vestuario, religión, violencia, consumo de alcohol, entre otros, para la pantalla grande.
¡Spoiler Alert! (posta... a partir de acá dejá de leer si no viste toda la serie)
Dicho esto, Hollywood le rinde honores, en siete episodios, a esta edad dorada. Pero le da una pequeña vuelta de tuerca. “La historia dentro de la historia” es llevada adelante por un guionista y una actriz protagonista de color, un director mestizo, un héroe de guerra que se prostituye por dinero y por fama, y otras personalidades de la industria con tintes queer y estética campy. La prostitución masculina es la primera puntada dentro del tejido argumental: Jack Costello (David Corenswet) es un héroe de la Segunda Guerra Mundial, casado con la ilusión de tener una razón para aferrarse a la vida más que por amor a su esposa, pero aun más comprometido por hacer cualquier cosa por alcanzar su sueño de ser actor… no, estrella de Hollywood, de pertenecer a esa gran máquina de hacer churros, fabricar galanes y divas, y hacer películas. Cuando toca fondo es reclutado por Scotty Bowers (Dylan McDermott), un gigoló por excelencia que regentea una gasolinera, pero que detrás de toda esa fachada se erige un negocio que deja más ganancias que llenar los tanques de los ricachones que viven en las colinas de Los Ángeles. A sottovoce, la contraseña “Dreamland” es el golden ticket para disfrutar de los placeres sexuales de estos afrodisíacos playeros a precio convenido con su proxeneta. Y así es como Jack conoce a Avis Amberg (Patti LuPone), esposa de Ace, dueño del estudio homónimo al que todos los días nuestro protagonista se acerca a sus rejas a probar suerte. Avis es su golden ticket a su propio dreamland, quien le consigue su primer screen test.
Archie Coleman (Jeremy Pope) llega al relato de Hollywood como un escritor de día y un prostituto freelance de noche. Empatizando con este entrepreneur por los mismos sueños de grandeza, Jack le propone trabajar con él en la gasolinería.
Darren Criss interpreta a Raymond Ainsley, un joven director mitad filipino con un proyecto bajo el brazo que Rick Samuels (Joe Mantello), productor de Ace Studios, pone en pausa a cambio de que elija un guion de entre un centenar que le llegan a diario. Allí encuentra Peg, la historia de una aspirante a actriz blanca que, hostigada por una vocación frustrada, se arroja del famoso letrero de Hollywood para dar fin con su vida. Y es la elección de ese guion la que sella el destino de estos tres soñadores ya en el segundo episodio de la serie.
¿Y qué hay de las heroínas? Además de Avis, quien se hace cargo de Ace Studios en la enfermedad de su esposo y apuesta por la adaptación de Peg a Meg con una leading role de color, tenemos a esta misma protagonista de la “historia dentro de la historia”: Camille Washington (Laura Harrier), una aspirante al estrellato con mucho talento, contratada y entrenada dentro de los muros del estudio, que solo puede conseguir el papel de servicio doméstico en la pantalla grande por su color de piel. También la hija de Avis y Ace, Claire Wood (Samara Weaving), el prototipo de bombshell de Ace Studios, se introduce en la historia de Hollywood como la rival de Camille, que en cuanto a encanto es difícil determinar la campeona, pero en cuanto a talento dramático, la señorita Washington le pasa el trapo. Las asperezas se liman prontamente cuando ambas comprenden que la sororidad en la industria cinematográfica es más importante que la rivalidad entre ellas. Además, la superficialidad de la blonda se nos diluye cuando conocemos la toxicidad de sus progenitores que, como hija única, está sola en cada round para contrarrestar los jabs y upercuts que recibe de todas las esquinas del ring familiar.
Jim Parsons nos hizo destornillar de la risa en The Big Bang Theory, y aquí en Hollywood encarna a un talentoso artífice del star system que ha existido en la historia oficial: Henry Wilson. Aunque cuesta no evocar a Sheldon Cooper cada vez que vemos a Jim en pantalla, aplaudimos a Murphy y Brennan por poner de manifiesto los mecanismos de la industria del celuloide introduciendo a un personaje real que ha recurrido a los abusos de poder, a la mentira y a la manipulación para sacar rédito. Es típico de estos autores que nos presenten pequeñas huellas de evolución en los personajes hacia una dirección (aunque a veces se echan para atrás, como ocurre en Pose). Y sucede con Henry Wilson un intento de redención en el epílogo: le pide disculpas a Rock Hudson (Jake Picking) por las vejaciones a las que lo sometió al principio de la serie. Sin saber si Hudson las acepta o no, al menos somos testigos de un intento más de revisionismo en la serie.
Hollywood rompe las barreras raciales. Guionista negro que escribe sobre una muchacha blanca (que luego se convierte en heroína de color). “La historia dentro de la historia” tiene el mismo final utópico: así como Archie inserta un plot twist con un mensaje alentador (Meg, animada por su novio, no se suicida y decide volver a probar suerte), los personajes de la serie, tanto los ficcionales como los recreados, consiguen su reivindicación de la mano de Ryan Murphy: una Eleanor Roosevelt apoyando fervientemente la elección de Camille Washington para el protagónico de Meg, el reconocimiento de la trayectoria de Anne May Wong, la aceptación (con cierta incomodidad) de la apertura sexual de Rock Hudson y Archie Coleman, artistas de color galardonados en las categorías más importantes de la Academia (mejor guion para Archie y mejor actriz para Camille) y el reconocimiento de la labor de Avis Amberg al frente de Ace Studios son algunas de esas batallas ganadas que nos regala la serie a manera conciliatoria con la historia oficial de la industria.
Creo que la “novedad” de la serie es tratar temas raciales y homofobia en el contexto de la posguerra donde no había chance de debate y de segundas opiniones. En tono Lalaland pero sin musical, la serie plantea de manera un poquito preciosista unos cuantos “qué pasa si…” que claramente no hubieran tenido cabida en la historia oficial de la industria cinematográfica gracias al código Heys. Como para encontrarle el pelo al huevo, me hubiera gustado más si también se hubiera puesto el foco en la misoginia, el acoso sexual (siempre hubo, pero en la edad dorada se normalizaba) y los abusos de poder del sistema industrial cinematográfico. Se advierte a las claras que el tema del acoso, la manipulación y del famoso “casting sábana” esta súper normalizado en la serie, pero se pone en tela de juicio solamente la homofobia y el racismo, y se deja un pequeño acto de contrición sobre estos delitos con Henry Wilson como estandarte al final de la serie.
No obstante, esto también habla de qué conversación se estamos teniendo hoy a nivel mundial: esta producción nace en un país que actualmente es dirigido por un presidente marcadamente racista y xenófobo y donde, posteriormente a su estreno en Netflix, se comete otro caso más de abuso de poder policial contra personas de color: el asesinato por medio de asfixia del afroamericano George Lloyd en manos de un policía blanco en Minesota. ¿Vende más este tipo de historias que una que ponga en el tapete los abusos sexuales y la maquinaria mercadotécnica detrás de la construcción de la femme fatale y de las bombshells como objeto de deseo machista? No sé, no me quiero meter en debates que dividen aguas. Pero donde se pone el foco, por definición, hay algo que se está ignorando. La luz del reflector ilumina una problemática para eclipsar otra. Aunque es cierto que el que abarca mucho, poco aprieta. De todas maneras, Hollywood entretiene, seduce y nos enamora con esos dorados años '40. Nos hace soñar despiertos aunque sabemos que, al final del día, el desenlace es tan irreal como criar unicornios en el balcón de casa.
Posdata: dejemos de hablar en términos de razas para referirnos a los diferentes tonos de piel que enriquecen a la humanidad. Todos pertenecemos a la raza humana y eso que dérmicamente nos hace “diferentes” es por la procedencia o la mixtura étnica, por aquello que nos enriquece desde nuestro ADN biológico y cultural. Todos evolucionaremos también cuando dejemos de utilizar como descripción distintiva de una persona su preferencia o identidad sexual. ¿Qué nos importa con quien duerme si lo más importante en la vida es amar y ser amado?
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